Es difícil resumir en este espacio toda la proyección que desde el punto de vista de la creación artística en la pintura ha tenido la madre para los hombres. Es como intentar hablar del espíritu, del amor o la belleza. Es imposible aprehenderlos pues escapan siempre a todo propósito de darles una significación precisa. Tal vez si de la belleza y el amor puedan realizarse meditaciones y proponerse teorías pues ambos conceptos son manifestaciones sublimadas de hechos culturales. Pero ¿la madre? Ante ella todo enmudece y quizás si es el arte quien mejor permite comprender el significado cabal de esa palabra inconmensurable.
Aún así, la figura de la madre y el amor maternal, su comprensión estética como obra artística, ha tenido una serie de orientaciones cuya evolución ha dependido del espíritu cultural del tiempo. Amplitud de un tema que determina circunscribir estas líneas a una referencia genérica de la pintura occidental.
DESDE GRECIA AL BARROCO
Una de las primeras imágenes que expresan el espíritu maternal decora una cerámica griega donde la diosa de la aurora se lamenta –silenciosa y resignada- ante el cuerpo sin vida de su hijo. Pero después las imágenes callan –tal vez si puede mencionarse una severa matrona en los muros de Pompeya, del s. I a. C.- hasta llegar a la solemne imagen de la Virgen y el Niño en las catacumbas.
La Virgen es un motivo esencial del arte occidental. Ni en Grecia ni en Roma tuvo la figura materna un papel tan preponderante para la plástica como lo ha sido para el mundo cristiano. Estilizada, hierática y sublime en los mosaicos bizantinos; expresiva y severa en las pinturas románicas del s. XI. Aunque el carácter propio de la dulzura maternal solo fue plasmado en Europa por el arte gótico a mediados del s. XIII. Para entonces, el artista –que vivía ya en una emergente sociedad urbana-quiso expresar un ideal mucho más humano si bien dando a la Virgen una delicada estilización, la imaginó suave, etérea, espiritual…Tales son las aristocráticas vírgenes góticas francesas, las vírgenes burguesas de los Países Bajos o las trágicas Piedades alemanas…
Entonces, los artistas italianos del Renacimiento descubren racionalmente el mundo y lo expresan nuevamente en base al clasicismo. Leonardo acierta así con el espíritu de la madre en sus bellísimas vírgenes situadas en contextos misteriosos y románticos. Rafael humanizó este misticismo, en total serenidad y armonía. Miguel Ángel trató a la madre en la pintura una sola vez: la Sagrada Familia en el campo, aunque su escultura de la Piedad, del Vaticano, logró un nivel universal que jamás será alcanzado. Mas los avatares de la historia rompieron el ensueño renacentista de serenidad y equilibrio y, a mediados del s. XVI, los artistas habían ingresado a un proceso de angustia. Desazón que siente al observar las vírgenes extáticas creadas por El Greco.
Surge pues el Barroco. Para entonces, el capitalismo se abría paso a la fuerza en todas partes del planeta. La ciencia descubre que nuestro mundo no es más que un punto en el espacio en eterno movimiento, de acuerdo a leyes exactas. La expresión plástica se hace conflictiva, compleja, desarrollada en claroscuro.
En todo caso, son los artistas barrocos quienes comprenden que la sencillez del pueblo es un hecho estético por sí mismo. El nacimiento de un niño campesino tendrá para ellos la misma altura artística que la Natividad. Por eso, la Sagrada Familia de Murillo o Rembrandt no son sino pretextos para reflejar la vida doméstica en España u Holanda. Y a su lado se sitúa la figura sensual de las jóvenes madres pintadas por Rubens. Aunque es el holandés Vermeer quien sublima como nadie la vida doméstica: sus amas de casa poseen un aura especial y única que las hace inolvidables. ¿Y el siglo XVIII francés? Las madres burguesas de Chardin anuncian la nueva sociedad trabajadora que merecía tomar el poder en la Revolución.
DE LA SUAVIDAD BURGUESA A LA FUERZA CAMPESINA
El triunfo de la clase media y la evolución hacia la sociedad industrial determinó que la nueva sociedad imponga la realidad como norma: las satisfechas esposas burguesas de Ingres; las piadosas campesinas de Mollet o el romántico realismo del italiano Toma con su imagen de una madre embarazada en la cárcel. El artista sabe ver que nunca pierde la madre el halo divino que le es inherente.
Desde la segunda mitad del s. XIX, los impresionistas recrean imágenes de madres de clase media siempre amorosas y sonrientes en Renoir o de profunda ternura para Berta Morisot. A su vez, el italiano Segantini ofrece sus “Dos madres”: una campesina acuna a su niño en un establo donde un ternero acaba de nacer. Y de pronto, Gauguin nos devuelve la imagen de la Virgen pero como una nativa tahitiana con el Niño a la espalda. En el s. XX, Picasso inicia el estudio del espíritu maternal en las angustiadas imágenes de su época “azul” hasta llegar –a fines de la década del 30- al desesperado clamor de “Guernica”.
En México, la fuerza de la mujer campesina y trabajadora queda expresada en cuadros de Rivera y Siqueiros. En cuanto al Perú, es el pintor indigenista Mario Urteaga quien crea las más hermosas imágenes maternales: sus campesinas de Cajamarca dan de mamar, hilan, cocinan, rezan o besan a sus niños…
¿Y EN NUESTROS DÍAS?
Actualmente, el tema de la madre como motivo plástico parece ya no tener sentido para muchos artistas. Se orientan hacia la sensualidad, la violencia, lo terrible, el caos, la nada. No hay espacio para la serenidad del amor. ¿Es por el espíritu de la época? Mas bien, creo que los artistas temen afrontar el tema. La belleza serena incomoda. La dulzura no es emocionante. El sentimiento puro y sencillo no responde a las exigencias del presente informalismo. Sin embargo, el tema de la madre siempre terminará por imponerse. Hay demasiadas posibilidades en ella como para que los artistas puedan obviarla. La madre en la pintura: pauta y guía del arte, de la vida y de la conducta social.
ALFREDO ALEGRÍA ALEGRÍA
24/ 4 / 04
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