lunes, 20 de abril de 2009

LA MADRE EN LA PINTURA



Es difícil resumir en este espacio toda la proyección que desde el punto de vista de la creación artística en la pintura ha tenido la madre para los hombres. Es como intentar hablar del espíritu, del amor o la belleza. Es imposible aprehenderlos pues escapan siempre a todo propósito de darles una significación precisa. Tal vez si de la belleza y el amor puedan realizarse meditaciones y proponerse teorías pues ambos conceptos son manifestaciones sublimadas de hechos culturales. Pero ¿la madre? Ante ella todo enmudece y quizás si es el arte quien mejor permite comprender el significado cabal de esa palabra inconmensurable.

Aún así, la figura de la madre y el amor maternal, su comprensión estética como obra artística, ha tenido una serie de orientaciones cuya evolución ha dependido del espíritu cultural del tiempo. Amplitud de un tema que determina circunscribir estas líneas a una referencia genérica de la pintura occidental.


DESDE GRECIA AL BARROCO

Una de las primeras imágenes que expresan el espíritu maternal decora una cerámica griega donde la diosa de la aurora se lamenta –silenciosa y resignada- ante el cuerpo sin vida de su hijo. Pero después las imágenes callan –tal vez si puede mencionarse una severa matrona en los muros de Pompeya, del s. I a. C.- hasta llegar a la solemne imagen de la Virgen y el Niño en las catacumbas.

La Virgen es un motivo esencial del arte occidental. Ni en Grecia ni en Roma tuvo la figura materna un papel tan preponderante para la plástica como lo ha sido para el mundo cristiano. Estilizada, hierática y sublime en los mosaicos bizantinos; expresiva y severa en las pinturas románicas del s. XI. Aunque el carácter propio de la dulzura maternal solo fue plasmado en Europa por el arte gótico a mediados del s. XIII. Para entonces, el artista –que vivía ya en una emergente sociedad urbana-quiso expresar un ideal mucho más humano si bien dando a la Virgen una delicada estilización, la imaginó suave, etérea, espiritual…Tales son las aristocráticas vírgenes góticas francesas, las vírgenes burguesas de los Países Bajos o las trágicas Piedades alemanas…





Entonces, los artistas italianos del Renacimiento descubren racionalmente el mundo y lo expresan nuevamente en base al clasicismo. Leonardo acierta así con el espíritu de la madre en sus bellísimas vírgenes situadas en contextos misteriosos y románticos. Rafael humanizó este misticismo, en total serenidad y armonía. Miguel Ángel trató a la madre en la pintura una sola vez: la Sagrada Familia en el campo, aunque su escultura de la Piedad, del Vaticano, logró un nivel universal que jamás será alcanzado. Mas los avatares de la historia rompieron el ensueño renacentista de serenidad y equilibrio y, a mediados del s. XVI, los artistas habían ingresado a un proceso de angustia. Desazón que siente al observar las vírgenes extáticas creadas por El Greco.




Surge pues el Barroco. Para entonces, el capitalismo se abría paso a la fuerza en todas partes del planeta. La ciencia descubre que nuestro mundo no es más que un punto en el espacio en eterno movimiento, de acuerdo a leyes exactas. La expresión plástica se hace conflictiva, compleja, desarrollada en claroscuro.

En todo caso, son los artistas barrocos quienes comprenden que la sencillez del pueblo es un hecho estético por sí mismo. El nacimiento de un niño campesino tendrá para ellos la misma altura artística que la Natividad. Por eso, la Sagrada Familia de Murillo o Rembrandt no son sino pretextos para reflejar la vida doméstica en España u Holanda. Y a su lado se sitúa la figura sensual de las jóvenes madres pintadas por Rubens. Aunque es el holandés Vermeer quien sublima como nadie la vida doméstica: sus amas de casa poseen un aura especial y única que las hace inolvidables. ¿Y el siglo XVIII francés? Las madres burguesas de Chardin anuncian la nueva sociedad trabajadora que merecía tomar el poder en la Revolución.




DE LA SUAVIDAD BURGUESA A LA FUERZA CAMPESINA

El triunfo de la clase media y la evolución hacia la sociedad industrial determinó que la nueva sociedad imponga la realidad como norma: las satisfechas esposas burguesas de Ingres; las piadosas campesinas de Mollet o el romántico realismo del italiano Toma con su imagen de una madre embarazada en la cárcel. El artista sabe ver que nunca pierde la madre el halo divino que le es inherente.

Desde la segunda mitad del s. XIX, los impresionistas recrean imágenes de madres de clase media siempre amorosas y sonrientes en Renoir o de profunda ternura para Berta Morisot. A su vez, el italiano Segantini ofrece sus “Dos madres”: una campesina acuna a su niño en un establo donde un ternero acaba de nacer. Y de pronto, Gauguin nos devuelve la imagen de la Virgen pero como una nativa tahitiana con el Niño a la espalda. En el s. XX, Picasso inicia el estudio del espíritu maternal en las angustiadas imágenes de su época “azul” hasta llegar –a fines de la década del 30- al desesperado clamor de “Guernica”.




En México, la fuerza de la mujer campesina y trabajadora queda expresada en cuadros de Rivera y Siqueiros. En cuanto al Perú, es el pintor indigenista Mario Urteaga quien crea las más hermosas imágenes maternales: sus campesinas de Cajamarca dan de mamar, hilan, cocinan, rezan o besan a sus niños…




¿Y EN NUESTROS DÍAS?

Actualmente, el tema de la madre como motivo plástico parece ya no tener sentido para muchos artistas. Se orientan hacia la sensualidad, la violencia, lo terrible, el caos, la nada. No hay espacio para la serenidad del amor. ¿Es por el espíritu de la época? Mas bien, creo que los artistas temen afrontar el tema. La belleza serena incomoda. La dulzura no es emocionante. El sentimiento puro y sencillo no responde a las exigencias del presente informalismo. Sin embargo, el tema de la madre siempre terminará por imponerse. Hay demasiadas posibilidades en ella como para que los artistas puedan obviarla. La madre en la pintura: pauta y guía del arte, de la vida y de la conducta social.



ALFREDO ALEGRÍA ALEGRÍA

24/ 4 / 04

HACIA UNA EDUCACIÓN POR LA IDENTIDAD CIUDADANA

Si hay una forma artística que no ha recibido la atención que otras reciben - limitadamente es cierto pero reciben- en esta ciudad de Trujillo- esa es la arquitectura. Pese a su trascendencia como proceso que lleva a configurar en la mente de los ciudadanos una determinada idiosincrasia y características especiales, la arquitectura no es considerada en la ciudad en su auténtico valor como un arte y como símbolo de la vida y de la impronta cultural del grupo humano.

En muchos y lamentables casos, las autoridades deciden espacios arquitectónicos que los ciudadanos no esperan ni desean. La ciudadanía es sorprendida por la destrucción de espacios –como sucedió con el óvalo Larco- y la construcción de formas absurdas y de mal gusto. En este crecimiento urbanístico de Trujillo, quienes hemos vivido aquí desde mediados del siglo pasado, podemos sentir la paulatina pérdida de singularidad que la caracterizaba. Podría decirse que el alma de la ciudad ya es otra.

El gran esfuerzo realizado desde las décadas del 70 y 80 por recuperar la identidad ciudadana parece un intento que va pasando al olvido. La arquitectura como arte en la ciudad, deviene en una ilusión pues nunca se desarrolló en ella una cultura de la comprensión del espacio. Una cultura que comprenda la importancia de la arquitectura.

Quizás esto no fue siempre así. Tal vez existió una especie de intuición en las autoridades y la clase media trujillana de las décadas de 1960 y de 1970 que se arriesgó a lo contemporáneo, construyéndose edificios y casas que hoy son pauta de elegancia formal y visual. Edificaciones que, con el tiempo, lograron establecer una especie de identidad visual y prestancia. Sin embargo, también van desapareciendo ante el auge urbanístico que determina que Trujillo se convierta, sin más, en una ciudad parecida a todas las demás. Hubo un ideal de ciudad alguna vez aquí. Pudo llegar a ser y no fue.

La falta de una cultura arquitectónica en Trujillo es una carencia que debe ser tomada en cuenta. Y es que no se puede tener la idea de ciudad solo como una aglomeración de espacios incoherentes para la organización de la vida y del trabajo, de la existencia del grupo. El concepto de ciudad va más allá. Constituye la manifestación máxima de las pautas, premisas y valores de una cultura. Y así se puede afirmar que, como hecho cultural, una ciudad es también y ante todo una expresión del espíritu.

En principio, la arquitectura es un proceso de creación espacial de metáforas estéticas de la organización social, realizadas con un objeto de uso y significación para la vida individual y la del grupo Y ese es el problema. Los valores del mundo actual –sean la masificación, la relativización, el énfasis tecnológico y la voluntad pragmática en toda acción- han tomado por asalto a la ciudad y la han transformado. El caos visual, la heterogeneidad como norma, el comercialismo avasallador, se han finalmente impuesto.

Poco a poco, parece aceptarse la proposición de que el desarrollo y el crecimiento económico exigen una ciudad diferente y por lo tanto no debemos preocuparnos por lo que alguna vez fue. Sin embargo ¿es ineludible esta posición forjada de un pragmatismo absoluto para quien el pasado ya no tiene una razón de ser y al cual, en todo caso, se debe tolerar?

Esta afirmación no es posible de aceptar. Los grupos humanos solo pueden vivir y fortalecerse como tales y recrearse como posibilidades en tanto se respeten los valores del ayer. Y sobre todo el pasado manifestado a través de su organización arquitectónica.

El pasado arquitectónico de Trujillo es singular y hermoso y otorga a la ciudad una cualidad especial y única. Tanto en las formas coloniales y republicanas neoclásicas como en algunas edificaciones que en su tiempo fueron imagen de lo contemporáneo en los años 60 y 70. Casas que hoy parecen esconderse entre el protagonismo soberbio del momento comercial que se experimenta. El Trujillo actual presenta una heterogeneidad visual, incoherente, ilógica e injusta. ¿Qué imagen de ciudad tendrán los ciudadanos trujillanos del futuro? Por el momento, solamente se siente la imagen del desorden y del caos.

La falta de una cultura arquitectónica no se da solo en los ciudadanos comunes sino en muchos intelectuales. Y sin orientación precisa, caminamos sin rumbo, por caminos prestados, sin llegar a conocernos ni a valorarnos. ¿Logrará la arquitectura de este presente y del porvenir en la ciudad y el país proponer espacios y volúmenes que se relacionen con los propios ideales del grupo o seguiremos copiando las formas de la globalización y sin comprender que esta es un medio para luchar hacia nuestra identidad? Esto se producirá si no se inicia desde ya un proceso de educación sobre el valor del espacio arquitectónico, como formación de vida e integración humana.

¿Cuál es la labor que al respecto desarrollan las facultades de arquitectura de la ciudad o bien el colegio de arquitectos? O tal vez nunca son tomados en cuenta. Es evidente, a todas luces, que las autoridades necesitan de un asesoramiento específico, Nunca como hoy se requiere volver a educar a la comunidad sobre la trascendencia cívica de mirar con respeto y orgullo el especial contexto arquitectónico de la ciudad. El proceso arquitectónico y desarrollo urbano en Trujillo enfrenta contradicciones sumamente difíciles de superar. Habría que analizar si se trata de un verdadero desarrollo.

Estas líneas no reclaman un retorno al pasado sino ordenar, cuidar y aprender a valorar y mantener como testimonios de la memoria colectiva, aquello que aún mantiene su belleza puesto que son parte de nuestra historia y, por tanto, una pauta para entender quiénes somos y podremos ser. El arquitecto debería plantearse que una ciudad como ser histórico sea capaz de conservar el espíritu –dentro de la necesaria contemporaneidad- así como el ideal de integración cívica. ¿No es acaso una de sus primordiales funciones imaginar las posibilidades de cambio y organización de la vida pero comprendiendo la espiritualidad del mundo donde vive?

Un nuevo y difícil proceso de educación cívica, a los ciudadanos y a los intelectuales, queda pues propuesto. La educación por el respeto a lo que significa espacio arquitectónico y su trascendencia como proyección de vida y de futuro es un proceso crucial que debe iniciarse de modo perentorio.

ALFREDO ALEGRÍA ALEGRÍA

EL ANTIGUO NUEVO ENFOQUE EDUCATIVO:



Analizando temas que tengan relación con la actualidad, me di cuenta que se conmemoran los 1750 años del nacimiento de San Agustín, padre de la iglesia. Ustedes dirán ¿cómo es que algo tan distante en el tiempo puede ser actual? Y sin embargo es así, puesto que los clásicos tienen la cualidad única de siempre parecer nuevos para cada momento de la historia. En el caso de San Agustín, al lado de su grandeza filosófica que lo convierte en hito del pensamiento occidental, se unen sus planteamientos relacionados con la educación, los cuales no son sino el preludio de lo que hoy llamamos el “nuevo enfoque educativo”.

Hoy se ha hecho común el uso de ese término: el “nuevo enfoque educativo”. El enfoque centrado en el alumno. El enfoque de la actividad y cooperación. En las décadas del 60 y 70 le llamábamos “trabajo en equipo”. Hoy, se prefiere decir “aprendizaje colaborativo”. En estos días existe una especie de rechazo para usar el término “enseñanza” ¿Enseñanza? ¡No por favor! claman los fundamentalistas de la educación contemporánea, que los hay. Para ellos, no puede hablarse de enseñanza sino solo de aprendizaje. No se trata de “enseñar” sino de conseguir que el estudiante “aprenda” por sí mismo.

El nuevo enfoque educativo sostiene así que el individuo “construye su propio aprendizaje”, con el profesor como “facilitador”; es decir orientador de ese proceso. En 1954, el psicólogo norteamericano Carl Rogers señaló: “Nadie puede enseñar nada a nadie directamente. Solamente se puede facilitar el aprendizaje”. Tal es el lema primordial de la tesis constructivista y del humanismo educacional.

Mas ¿es una idea realmente nueva? ¿No fue acaso planteada por Sócrates a fines del s. V a. C. cuando afirmaba que él solo hacía de “partera” de las ideas que se encontraban ya en sus discípulos? Este punto de partida, desarrollado luego por Platón, fue reelaborado en el texto “De Magistro”, escrito por San Agustín en 393 d. C. La obra –un diálogo que el santo sostiene con su hijo Adeodato- expone principios educativos que nos dan una increíble sensación de contemporaneidad. Se trata, en esencia, del famoso “nuevo enfoque educativo”

Para San Agustín nunca se podrá aprender si el maestro solamente habla sin que el alumno tenga una idea concreta o una experiencia de lo que se le intenta transmitir. Afirma que una enseñanza que solo se basa en palabras únicamente transmite palabras y no implica ningún verdadero aprendizaje. En todo caso, estas palabras –como signos que encierran conceptos- nos sirven para hacernos recordar, advertir, indicar, llamar la atención, incitar a buscar. Es decir, sirven para despertar los pensamientos que ya están dentro de nosotros, pero no tendrán un impacto real si a su vez el profesor, paralelamente, no presenta a los sentidos, la sensibilidad y la inteligencia del alumno, lo que este desea conocer.

El verdadero aprendizaje proviene pues de la experiencia directa. Es solo así que podrá realmente llegar a interesarse al estudiante para aprender: presentándole o haciéndole vivir algo que le conduzca a la búsqueda de la verdad sensible o de la verdad interior. Tanto si se trata del mundo concreto como del espiritual, el alumno debe cuestionarse esa verdad para llegar a descubrirla. Esta, no se encuentra sino en sí mismo. Claro que San Agustín considera que el descubrimiento de toda verdad se debe a la acción de Cristo, Es él, el Maestro a fin de cuentas y gracias a su acción es que se produce en el alumno lo que denomina “iluminación”. Según el santo, el proceso educativo sigue el siguiente camino: Primero actúa Cristo, quien es quien conduce hacia el conocimiento, el amor y el bien. Luego viene el alumno que es sujeto activo de su propio aprendizaje. Finalmente, aquel que hace las veces de maestro y cuya única tarea debe ser interesar al alumno a descubrir la. verdad.

Es curioso cómo este padre de la iglesia, en verdad, coloca los fundamentos de lo que posteriormente sería la investigación. Despojando a su ideología del ropaje católico y ubicando los principios esenciales de las ideas del santo ya dentro del ámbito de la realidad, lo que se señala es el derecho del hombre a ser él mismo por sí mismo y desde allí todo el carácter de descubrimiento individual y aún el sentido científico que singularizará al Occidente desde el Renacimiento.

Puede argumentarse que San Agustín, como exponente máximo del idealismo teológico católico, prioriza la búsqueda espiritual. En todo caso, ¡qué maravillosa teología es aquella que, para sustentarse, primero explica el proceso del aprendizaje como un hecho de autoformación, principio tan en boga en nuestros días! Nada ha variado pues, en esencia. Ha cambiado la cultura, es verdad, pero la idea primordial del aprendizaje individual permanece incólume.

En el s. XVI, el español Juan Luis Vives remarcó la importancia del método inductivo –la experiencia como fundamento del conocimiento- para un real aprendizaje, enfatizando que la educación tiene un carácter social y el hecho indispensable de conocer las aptitudes de los educandos para que los docentes tomen las acciones oportunas.

La reforma metodológica del siglo XVII continuó esas pautas, ya en forma científica, inventando la didáctica como disciplina especial. En Inglaterra, Locke propuso la necesidad de una autoformación y un autocontrol como principios educacionales para el desarrollo social, siempre en base a la propia experiencia. En el siglo XVIII, Rousseau rechazó el sistema tradicional y señaló que la educación debe estar centrada en el niño, Para él, es falso cualquier proceso educativo que tenga lugar fuera de la propia acción del individuo. El niño y el joven deben aprender por sí mismos, conforme a la naturaleza y a la libertad. Le siguió Pestalozzi y su método “intuitivo”: el fin de la educación no es transmitir conocimientos sino desarrollar la inteligencia y la personalidad, de acuerdo al amor y los grandes valores. Afirma así -como lo hizo San Agustín- que el hombre es hechura de sí mismo,

Después, Herbart imaginó la teoría del interés múltiple en la motivación pedagógica, idea también diseñada por San Agustín: se aprende lo que es significativo para cada uno. Froebel remarcó la trascendencia del aprendizaje temprano y creó los jardines de infancia. A principios de siglo pasado vino la revolución de la Escuela Nueva: el aprendizaje activo, el principio de “aprender haciendo” de John Dewey; los experimentos de Montessori y Decroly, el método de proyectos, el método de problemas, la escuela del trabajo según Freinet, el rechazo de Freire a una “educación bancaria”, que solo forma archivos de conocimientos sin sentido crítico. Mas ya San Agustín lo había señalado: las palabras solo enseñan palabras, la educación memorística es inútil y antiformativa. Y la línea se continúa: Piaget y el constructivismo; el humanismo educativo de Rogers; la individualización de la instrucción, el aprendizaje cooperativo…

Es pues extraordinario lo antiguo que es el supuesto “nuevo enfoque educativo”. Porque es tan antiguo como la civilización occidental. Y resulta desesperanzador que muy pocas veces se haya intentado poner en práctica estos grandes ideales. Quizás lo nuevo ahora sea la intención de trabajar hacia el alumno pero desde el alumno, de acuerdo a nuestro tiempo y adecuada al sentido de transformación tecnológica

¿Y en nuestro país? Los procesos de reforma educativa se ahogan en palabras, los docentes pierden el sentido de su acción, la comunidad mira escéptica todo cambio porque va perdiendo la fe. Es por eso que he creído necesario volver la mirada a quien puso los hitos fundamentales de nuestro pensamiento educativo actual. San Agustín es representante de una fe apasionada en el hombre como ser capaz de transformarse a sí mismo. Esta pasión y esta fe son valores que nunca los docentes debemos olvidar.

ALFREDO ALEGRÍA ALEGRÍA